jueves, 5 de junio de 2008

PEQUEÑO FORMATO

Seguidamente reproduzco los tres relatos cortos que escribí para el concurso del blog Pequeño Formato donde había que inspirarse basándose en el siguiente titular: 'Un hombre viaja muerto siete horas en un vagón de metro'.

1. Jean Charles de Menezes

Juan Carlos despertó aquella mañana soleada con ganas de hacer algo distinto. ‘En pleno verano y tengo que ir a currar’, pensó mientras suspiraba con desgana. Un día como hoy le hubiera gustado estar en alguna playa de su Brasil querido. Su tierra, allí donde estaba su familia, sus raíces. Por eso decidió poner el cd recopilatorio de la mejor samba mientras se vestía. Antes de salir de su cuarto miró el póster de Ronaldinho e hizo el mismo gesto con la mano que popuralizó el astro carioca.

Se puso los cascos y se dirigió, ligero en sus pasos, al metro, como cada día. Disfrutando del sol y de ese pensamiento temprano. Ese pensamiento que le había traído a la memoria las playas con los colegas, las chicas, el agua del mar. Llegó a la estación de Stockwell y a pesar de que no solía hacerlo, esa mañana cogió un ejemplar de la prensa gratuita. Esa mañana, la del 22 de julio de 2005, traía una noticia importante y quería leer acerca de ello.

Tras recargar cinco libras en su tarjeta Oyster, a las ocho y dieciséis minutos de la mañana pasó los tornos y se dirigió al andén que le correspondía. Un minuto y medio después llegaba el metro. Juan Carlos subió, se sentó y abrió el periódico buscando la noticia que le interesaba.

Sin tiempo alguno para reaccionar, dos tipos le levantaron violentamente, le tiraron al suelo y le inmovilizaron. Aterrorizado, su oídos escucharon justo el sonido del disparo.

A las tres de la tarde y veinte minutos, habiendo recibido la orden del juez, levantaron y retiraron el cadáver de Juan Carlos Menezes. Recibió siete disparos en la cabeza. Le asesinó la policía.



2. Viendo a través de los ojos del muerto

Desde el vagón en el que viajo, a través de la ventana, veo pasar la oscuridad velozmente. En las estaciones se hace la luz y la gente sube y baja constantemente. Una joven pareja discute, y al cabo de unos minutos se acaban reconciliando con un sincero abrazo. Un anciano algo desaliñado lee un libro con absoluta atención, un empresario cercano a los cuarenta selecciona música en su reproductor mp3, unas adolescentes se enseñan mensajes en sus teléfonos móviles y no paran de reír visiblemente emocionadas.

La ventana es un cristal grueso y sucio que dota de opacidad a las figuras que se mueven ansiosas en los andenes de cada estación. Una voz suena lejana, omnipresente. Anuncia las siguientes paradas de la ruta que seguimos.

Una chica, joven, atractiva y bien vestida se me queda mirando. Su mirada transmite extrañeza. Cuando me quiero dar cuenta ya no está allí. Ahora son otros los que me miran, todos paralizados. Y algunos comienzan a murmurar, otros rompen a llorar. De pronto todos los pasajeros de aquel vagón miran hacia mi. Se escuchan preguntas, se oyen intuiciones.

Entonces te veo a ti, y me gritas con el rostro desencajado. Me golpeas el pecho fuertemente. Yo te digo que te tranquilices, que estoy bien. Pero entonces lo entiendo y sonrío. Porque pienso que esto es imposible.

Muerto. ¿Puedes entender qué es estar muerto?



3. El criado del rico empresario

Ahí estaba él la primera y única vez que le vi. Sentado en una silla, pensativo, agarrando la jarra de cerveza con una mano y apoyando su cabeza con desgana en la otra. Vestía con zapatos negros algo gastados, vaqueros azules, una camisa gris y americana azul. Aparentaba unos sesenta. Su cara era amigable, algo rechoncha, quizás por las facciones redondas más que por estar gordo. Su gesto reflejaba desdén, y la imagen entera de su figura proyectaba la más profunda soledad. La mirada era la de un hombre sabio. Pero la sabiduría era de aquellas que se acumula con el aprendizaje de la experiencia, esa sabiduría que no está en los libros. Allí estaba él, en aquella taberna oscura, sin apenas clientes, sin música que sonase, sin televisión que ver. Agarrando su cerveza.

Me acerqué a él movido por la curiosidad y le pregunté si le importaba que me sentase con él. Me dijo que no. Me presenté y él también lo hizo. Bernardo dijo que se llamaba, vasco dijo que era. Hablamos un rato, sobre asuntos que no sabría calificar. Porque nuestra conversación era sin sentido, desordenada. Hablamos de aquellos temas que hablas con personas que sabes que sólo te vas a encontrar una vez en la vida. Personas con las que a veces, y no fue esta la ocasión, tenemos las conversaciones más trascendentales e interesantes de nuestras vidas. Pedimos dos cervezas más y entonces, sin sentido, como todo lo que estábamos diciendo, me contó un cuento. Una historia que hoy, después de muchos años, y también sin motivo aparente, os voy a contar a vosotros. “Un hombre viaja muerto siete horas en un vagón de tren” dijo que se titulaba.

“Estaba él en el mercado comprando verduras, seleccionando las mejores hortalizas. Y de pronto, desviando su atención de unas zanahorias extraordinariamente gruesas, la vio. Vio a la muerte y ésta le hizo un gesto.

Entonces él se asustó y se marchó corriendo, olvidando las zanahorias, los puerros, las acelgas y los ajos. Olvidando también que debía comprar cordero, gallina y pescado fresco –fíjate en que los ojos todavía brillen-, le decía su dueño –es la forma de saber si el pescado que compras es del día.

Llegó a casa de su dueño y le pidió dinero para marcharse lejos y de inmediato. Habiéndole preguntado por qué, él contestó a su dueño que la muerte le había hecho un gesto de amenaza en el mercado y que quería marcharse. Quería coger el primer tren a Barcelona para llegar antes del anochecer, esconderse, y así burlar a la muerte. Por que si conseguía esquivar a la muerte entonces estaría salvado para siempre y moriría tranquilo, de viejo.

Se acercó a Atocha y compró un billete para el primer tren en dirección a la capital catalana. Lo examinó: salida a las once de la mañana, llegada a las seis de la tarde. ‘Bien, no podrá seguirme’, pensó.

En ese preciso instante, el dueño llegaba al mercado para hacer la compra que su criado olvidó atemorizado. Mirando los ojos brillantes de un mero y pensando para sí que aquél ejemplar estaría bien rico al horno y con unos ajos salteados con algo de vinagre y pimentón, sintió que ella estaba detrás.

Se giró sin miedo y le preguntó a la muerte por qué le había hecho un gesto de amenaza a su criado aquella mañana.

-¿De amenaza? -contestó la muerte- No, el gesto era de sorpresa. Me sorprendí al verle aquí todavía cuando esta noche debo llevármelo en Barcelona.”

Después, Bernardo terminó su cerveza de un trago y se marchó sin decir adiós. Y allí me quedé yo, sentado, agarrando mi jarra con una mano y apoyando mi cabeza con desgana en la otra. Dejando que se marchara, sabedor de que jamás le volvería a ver.

PAZ